Al envejecer vamos devolviendo poco a poco los dones de que se nos hizo acreedores
. Ya no está la piel “tirante como ráfaga” ni los ojos iluminan cualquier estancia: hay que frotarlos para que brillen, como a una lámpara, como a la de Aladino .
Algunos otros detalles -de mayor valor que los ojos y que la piel- también desaparecen.
Pero empieza a crecernos un órgano precioso e invisible del cual desconocíamos su existencia.
Primero es un latido, después inunda el corazón.
Los ojos -aunque no brillen- ven más y lo descubren todo, y me recuerdan el versito que repetía mi madre algunas veces, que trataba de un joven y un anciano que habían chocado en la calle: “-Perdonad, es que al pasar no os miré./ -A su edad nada se mira, joven, porque nada importa,/ cuando la vista se acorta/ es cuando se empieza a ver”.
Ya no se escucha un ruido de espadas que chocan continuamente como en guerras antiguas, sino suaves vientos que arrastran hojas secas, y cada una es una cara, es un recuerdo, es un espejo.
No es necesario decir sí; no es necesario “parecerse” a alguien parecido a una hermosa mujer o a un hombre fuerte: los competidores han desaparecido, uno puede subir hasta la cumbre y a la vez descansar; uno puede recitar mientras sube -y les aseguro que el recitado no hace perder el aire:
La vejez, tal es el nombre que los otros le dan, también puede ser el tiempo de la dicha...
No hay comentarios:
Publicar un comentario