Pasado el mediodía del último viernes de julio, cuando el sol templa la fría tarde, empiezan a llegar al campo de Pedro los chacareros para matar el primero de los dos cerdos engordados. Quinientos kilos suman en total, garantía de 113 kilos de salames, morcillas, bondiolas y jamones para toda la parentela.
Así empieza el tradicional ritual durante los dos días de invierno que los chacareros destinan a carnear cerdos para tener provisiones por un año.
El dueño del campo, junto con sus hijos, encabezan la ceremonia de enlazar al animal, atarle las patas una vez vencido en el piso fangoso del chiquero, cargarlo en una mesa y darle la puñalada final. Así con los dos animales, bestias que se defienden con un grito agudo, penetrante.
A las 6.30 del sábado comienza la tarea. Los animales recién carneados se balancean apenas en el galpón, un taller que se vuelve carnicería durante el tiempo de faena. La carne está oreada,es constatada. Y se encamina a preparar el fuego para las ollas negras que usan para calentar agua, cocinar los huesos, el cuero de los cerdos, la grasa de los chicharrones.
Poco después vuelven a convocarse los siete hombres bien fornidos, primos, cuñados, amigos, esos que todavía disfrutan de ayudar en la carneada, un ritual que se esmeran por conservar.
Este sábado, la tarea en el campo transcurre en paralelo: las mujeres son las dueñas de la cocina; el galpón es el terreno de los hombres.
Son las nueve y ellas embuten las últimas morcillas. En la mesada, como culebras blancuzcas, se mueven las tripas de cerdo que limpiaron ayer y hoy llenan de esa masa roja que prepararon temprano. "A las 7 puse a freír la cebolla", dice Nelly, esposa de Pedro, la dueña de casa. La sangre del cerdo se agrega al final.
En el galpón
A media mañana los hombres, con más aires de matarifes que de chacareros, hace horas que están con las manos en la masa. Pedro, boina negra, también rodea el tablón tapado de bollos rojos y blancuzcos que van a parar a la embutidora. "Esta pasta bien condimentada es para los chorizos", explica. Antes separaron la grasa de la carne de cerdo, condimentaron, amasaron y probaron los bollos.
En una esquina está la máquina que se mantiene viva girando una manija. Alguien alcanza las tripas flacas que empiezan a llenarse; otro, se ocupa de atarlas. Ya se ven los primeros chorizos.Se apuran a colgarlos.
Pedro se aparta para mostrar algunos fiambres. "Acá hay dos bondiolas y dos pancetas. En diez días los sacamos". Escarba en un cajón y muestra la carne tapada de sal, que luego lavarán y enrollarán para colgarla en el sótano. Con los chorizos es distinto: del galpón pasan a una piecita sellada durante un mes.
En la cocina, cuando las morcillas están listas, las mujeres empiezan a ajustar los detalles del almuerzo, la tradicional"raviolada". Los tres kilos de ravioles caseros ya están a punto de echarse a las ollas hirvientes. La comilona también incluye costillares de cerdo, chorizos recién hechos, morcilla aún tibia.
"¡La comida está lista!", grita la dueña de casa en dirección a los chicos que juegan.
Un tablón preparado en el comedor de la casa convoca a las familias. Cada uno, a su turno, deja escapar un lagrimón cuando recuerda las madrugadas de guitarra y vino de las multitudinarias carneadas que ya no volverán....
Esta nota vá en memoria de mi " nonno Alfonso",
maestro en el arte de carnear.
GRACIELA
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